Jorge Luis Borges planteaba: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. La declaración del argentino no puede entenderse tan solo como una azarosa afirmación de un lector extraordinario —que sí que lo era, a los nueve años ya traducía del inglés El príncipe feliz, de Oscar Wilde—, sino más bien como una necesidad del texto, como una necesidad de la propia literatura para entablar un diálogo con el destinatario de sus palabras.
El lector es tan o más importante que el autor. Una obra se vuelve muda e inerte cuando se ha quedado huérfana de lectores. Son estos quienes trazan los senderos por los que el texto ha de andar a través del tiempo y de los espacios. La tradición literaria no es más que un inventario de libros elegidos y destacados por un cúmulo de lectores que, por convención y convicción, reconocen y destacan la riqueza de ciertas obras. A partir del Romanticismo, el autor se vuelve un Yo supremo, una figura que reina en el proceso de la creación literaria. La falta de un sello con el nombre del escritor en la portada de algún libro sería impensable en estos tiempos de oscurantismos legaloides y derechos de autor. Sin embargo, esa obra se encuentra incompleta sin una consciencia que se atreva a emprender la aventura o la decepción, según sea el caso, de su lectura. Por eso mismo es hasta irrisorio el afán de los autores por publicar obras autistas que besarán la soledad de las bodegas editoriales.
El lector es tan o más importante que el autor. Una obra se vuelve muda e inerte cuando se ha quedado huérfana de lectores. Son estos quienes trazan los senderos por los que el texto ha de andar a través del tiempo y de los espacios. La tradición literaria no es más que un inventario de libros elegidos y destacados por un cúmulo de lectores que, por convención y convicción, reconocen y destacan la riqueza de ciertas obras. A partir del Romanticismo, el autor se vuelve un Yo supremo, una figura que reina en el proceso de la creación literaria. La falta de un sello con el nombre del escritor en la portada de algún libro sería impensable en estos tiempos de oscurantismos legaloides y derechos de autor. Sin embargo, esa obra se encuentra incompleta sin una consciencia que se atreva a emprender la aventura o la decepción, según sea el caso, de su lectura. Por eso mismo es hasta irrisorio el afán de los autores por publicar obras autistas que besarán la soledad de las bodegas editoriales.
Cautivar al lector se traduce en vitalidad del escrito. Se gesta una complicidad necesaria para que la obra literaria cumpla su función primigenia que no es otra que la conquista de otras consciencias, a través del placer otorgado a partir de la degustación de la palabra elevada a un estatus artístico. El mismo Borges lo sabía perfectamente: “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”.